17 octubre 2007

Mis recuerdos del metro de Madrid (I)


Leer en el número de octubre de Vía libre un artículo sobre el material antiguo del metro de Madrid que se pretende preservar me ha dado la idea de escribir sobre este medio de transporte que utilicé profusamente en el pasado.

Yo vivía en un barrio al que no llegó el metro hasta 1975 y, cuando lo hizo, fue con modernos vagones y estaciones, pero había otras líneas antiguas en las que viajar era una especie de retorno al pasado. Los coches, pintados de rojo y blanco (aunque aún recuerdo los de color granate de la línea 2, con sus grandes carteles sobre las puertas: DEJEN SALIR), parecían más submarinos que otra cosa, llenos de remaches y tuercas visibles, con asientos de madera vetustos y escasos (algunos tenían placas en las que se reservaban a "caballeros mutilados", resquicio sin duda de la primera posguerra). Vagones con placas de fábrica que delataban su antigüedad (hasta de 1941 yo llegué a ver), ruidosos, movidos...

Hoy en día algunos modelos novísimos han vuelto a sacar a la vista al conductor del tren, bien que de espaldas... Antaño las operaciones se hacían con menos "intimidad": siempre había dos empleados del metro, uno que conducía y otro que se encargaba de abrir y cerrar las puertas. Muchas veces deseaban mantener una conversación durante el viaje y abrían el portón de la cabina para hablar, momento que yo aprovechaba para echar un vistazo. Podía así ver no sólo cómo el tren devoraba el túnel, sino la forma de manejarlo: había dos palancas que se movían de forma horizontal. Una servía para poner en movimiento el tren, que seguía acelerando hasta que el conductor la volvía a poner en su posición original. Luego, estaba la del freno: la movía hacia un lado y la velocidad disminuía. La movía hacia otro y volvía a ser constante, todo envuelto en un ruido de aire comprimido y rechinar de ruedas.

Cuando llegábamos a la estación, el otro empleado dejaba la cháchara y se acercaba a su garita sólo limitada por barras, giraba el mando de apertura y observaba. Cuando ya ningún viajero subía o bajaba, tocaba el silbato (metafórico, pues era un botón) y cerraba, muchas veces sujetando su puerta con el cuerpo, en lo que yo creía un alarde de fuerza...

Aún más antiguos eran otros vagones, que yo sólo vi algunas veces en la línea 1, en los que la cabina sólo ocupaba la mitad del ancho del vagón y, por lo tanto, dejaba una ventana abierta al túnel. Era un espacio codiciado por chiquillos y curiosos (mi madre ya me cuenta que de niña se peleaba por ese sitio), que podíamos tener la ensoñación de ir conduciendo nosotros el tren...